lunes, 8 de diciembre de 2014

Son las drogas

 
Jorge Volpi
06 Dic. 2014

Hagamos memoria. Según la versión oficial, José Luis Abarca, alcalde de Iguala, ordena a sus cuerpos policiacos reprimir a los normalistas de Ayotzinapa. A continuación, éstos se enfrentan con los estudiantes, asesinan a 6 y capturan a 43. Hacinan a los supervivientes en un camión y proceden a entregarlos a la policía de Cocula, la cual los traspasa a Guerreros Unidos. De un lado, sin duda, esa parte salvajemente corrompida del Estado; y de la otra -no hay que olvidarlo- los narcotraficantes. Más aún: las gigantescas cantidades de dinero derivadas del tráfico de drogas en esa zona de Guerrero.

Los miles de ciudadanos que se han manifestado a lo largo de estas tumultuosas semanas, igual que decenas de comentaristas, no se han cansado de recordarnos que la corrupción es la principal causa de la degradación de nuestro Estado de derecho y, en última instancia, de la tragedia de Iguala. La corrupción infiltrada en todos los órdenes de gobierno. La corrupción que ha convertido a distintas fuerzas de seguridad en meros apéndices del crimen organizado. La corrupción que provoca que autoridades y delincuentes apenas se diferencien.

Y, por supuesto, aciertan: la corrupción que impera en nuestra vida pública es uno de nuestros mayores lastres. Pero no fue hasta que esa plaga se conjuntó con el narcotráfico -o, más precisamente, con los efectos de la guerra contra el narco- que pasó a generar un alud de muerte. La corrupción no es, sin embargo, un fantasma omnipotente ni una tara hereditaria propia sólo de los mexicanos, sino un producto de nuestra pobre arquitectura institucional y de nuestra anémica moral pública, que inevitablemente se refuerza cuando inverosímiles sumas de dinero del narco circulan de un lado a otro sin control. Montos por los que cualquiera -o casi cualquiera- estaría dispuesto a corromperse.

Sin duda, la corrupción institucional debe ser atendida con medidas concretas y no con simples declaraciones o la permanente evocación del término "transparencia" -cuando un órgano como el IFAI carece de instrumentos para investigar o sancionar a los corruptos-, pero ésta nunca desaparecerá del todo, en las áreas más sensibles de nuestra sociedad, mientras no desaparezca una de sus principales y más perniciosas fuentes de financiamiento: el dinero del narcotráfico. Y a su vez éste no se esfumará hasta que no desaparezca el narcotráfico mismo. Si aspiramos a entrever la causa última de lo ocurrido en Iguala, tendríamos que llegar a la brutal -y, como los mexicanos constatamos a diario, inhumana- ilegalización de las drogas decretada por Estados Unidos, su principal consumidor.

Acaso movidos por la indignación y la rabia frente a los crímenes de Iguala, centramos nuestras críticas en la degradación del Estado, mientras que el Estado ofrece medidas para limpiar sus fuerzas de seguridad, olvidándonos de que la tentación de la riqueza inmediata prometida por el narco no desaparecerá mejorando los sueldos de los policías o cambiándolos de adscripción. Por ello conviene regresar, una y otra vez, a la cuestión central: el absurdo sistema internacional que, a partir de una anacrónica moral puritana o una desfasada visión de la salud pública, obliga a unas naciones a convertirse en proveedoras de droga para otras en unas condiciones de ilegalidad que sólo generan corrupción y muerte (y ni siquiera consiguen aumentar los precios).

A estas alturas ya deberíamos saber -como se muestra por ejemplo en Éxtasis, la reciente novela de Gerardo Kleinburg- que la prohibición de las drogas no es sino una aberrante etiqueta que no impide que, en cualquier lugar de Occidente, cualquier persona pueda conseguir cualquier droga con facilidad extrema. Con el inconveniente de que, para llegar a esos últimos puntos de venta, esa droga se ha llevado en el camino las vidas de miles de ciudadanos de los desafortunados países proveedores -como el nuestro-, obligados a batirse con los narcos.

Sin duda, manifestantes, comentaristas y ciudadanos comunes debemos continuar señalando la pavorosa corrupción estatal, pero un fruto importante de las protestas sería insistir en un cambio de rumbo que, siguiendo el ejemplo de naciones como Uruguay o algunas regiones de la Unión Americana, proponga una nueva política de legalización de las drogas. Esta es la única salida verdadera, si no a la vasta corrupción que nos afecta, al menos a esa parte de la corrupción que desde hace ocho años ha provocado miles de desapariciones y de muertes.


Leer más: http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=51496#ixzz3LJiHFJoV 
Follow us: @reformacom on Twitter

No hay comentarios:

Publicar un comentario