RAYMUNDO RIVA PALACIO
En cada campaña presidencial, Andrés Manuel López Obrador tiene una curva de aprendizaje. El político primitivo pero carismático que ganó la jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal, en 2000, se convirtió en un líder popular que emergió como el líder insustituible de la izquierda social, cuya visión corta lo llevó a crear una estructura electoral paralela al PRD, en 2006, que acompañó a su soberbia durante la campaña presidencial, y al final su derrota. En 2012 ya no utilizó las frases peyorativas que seis años antes le quitaron puntos, y aprendió que la política moderna obliga a participar de ejercicios democráticos, sin festejar antes de tiempo, junto con un cambio de tono en el discurso que le redituó en grande, hasta que se enconchó sin responder nada convincente cuando le preguntaban si, en caso de perder, aceptaría la derrota. En 2018, lo que se ve en el revigorizado López Obrador, es un político más maduro que ha cambiado la semántica y los decibeles. Los resultados son asombrosos.
Un estudio lingüístico de López Obrador, realizado por linguakit.com, muestra cómo, sin alterar su visión de país y los objetivos políticos, económicos y sociales que ha mantenido por más de dos generaciones, el mensaje del político ha evolucionado significativamente. En 2005, el año en que el gobierno de Vicente Fox logró su desafuero y a punto estuvo de meterlo en la cárcel –por un delito menor de carácter administrativo–, su palabra más utilizada en los discursos era “mala leche”. Expresiones que utilizó en ese entonces como “golpe artero” o “actos autoritarios”, entraron bien en su clientela incondicional y en algunos sectores de clases medias, pero comenzaron a mostrar una cara autoritaria, tan ominosa como lo que criticaba, además de intolerante y belicosa.
El discurso teológico de López Obrador, cuya visión del mundo no tenía grises y todo era ricos o pobres, buenos o malos, penetró poderosamente en el psique religioso mexicano, y se ha mantenido fuerte por la consistencia del mensaje y la congruencia de sus ideas. Pero la parte beligerante, o actitudes de desprecio más asociadas al PRI que tanto criticaba –como el no querer debatir porque su ventaja en las encuestas era amplia–, y la forma como se expresaba peyorativamente de sus adversarios y buscaba ridiculizarlos, alienó a sectores con capacidad económica que se sumaron, con aportaciones financieras, a sus adversarios en las urnas. En las elecciones de 2012 mejoró notoriamente su mensaje y tono, pero se mantuvo ideológicamente en el maniqueísmo que volvió a hacerlo caer en la trampa del silencio cuando, un mes antes de la elección, no supo contestar si reconocería la derrota en caso de perder en las urnas.
En 2017, su discurso ha cambiado por completo. Ya tiene grises, donde no todos los ricos son malos ni todos los políticos tienen que irse al diablo. Es más incluyente y se muestra tolerante. La belicosidad, cuando menos hasta ahora, se ha acotado a las arengas políticas cuando el caso lo merece, sin que haya asustado a muchos, como otrora, sino persuadido de que el López Obrador que ven ahora, ha renacido. Si se cuantifica las frases de López Obrador en dos discursos claves, se puede ver que en 2005, cuando se pronunció contra el desafuero, 57 por ciento de las que utilizó tenían una connotación negativa, contra 35 por ciento que las tenían positivas y 8.0 por ciento neutras. Para 2017, el mensaje más importante fue el que dio ante mexicanos en Los Ángeles, donde 49 por ciento fueron positivas, contra 29 por ciento negativas y 22 por ciento neutras.
El análisis lingüístico de linguakit.com soporta el cambio de mensaje, sin alterar el fondo. La “mala fe” quedó suplantada por un discurso donde ha hablado mayoritariamente de los derechos, a los que incluye otras palabras que sobresalen en su retórica, como los valores cívicos y la fraternidad. Ha dejado de ser incendiario y ha apelado a valores comunes, no únicamente a los de él o sus incondicionales, sino a los de todos. Dejó de ser excluyente para volverse incluyente.
El impacto en la opinión pública ha sido notable en lo que va del año.
De acuerdo con una medición de Social Metric, en la primera semana de enero, en la vorágine de descontento por el gasolinazo, las menciones de López Obrador, que fue cauteloso y legalista en todas sus frases, alcanzaron casi las 13 mil. Para el 16 de enero, sus menciones tocaban las 15 mil, una cifra que se repitió en la última semana de enero, y que fue superada en la primera quincena de febrero, donde sólo un día, el 13 de febrero, al día siguiente del discurso en Los Ángeles, alcanzó las 18 mil.
La forma como se expresa López Obrador le ha permitido ir ganando conciencias, aún en sectores que antes lo repudiaban, sobre todo en la clase empresarial, y también le ha granjeado un mayor número de espacios en los medios de comunicación, en especial los electrónicos, donde anteriormente estaba muy acotado. Él también ha ido ganando espacios, gracias a comenzar a aceptar entrevistas en medios a los cuales tenía vetados por ser altamente críticos de él.
Esta estrategia rinde resultados inmediatos y se ha visto con claridad en las últimas semanas. Falta mucho para la elección presidencial en días, pero no tanto en cuanto a cómo despliega su precampaña y su campaña. Lo que ha hecho lo beneficia de una manera tan clara que, hasta este momento, ha ocultado que Andrés Manuel López Obrador, en cuanto a visión de país y programa, sigue siendo el mismo de 2000, 2006 y 2012.
La ola sobre la cual avanza Andrés Manuel López Obrador para ubicarse, a 16 meses de la elección presidencial, como finalista de la contienda, está empujada por el contraste y la necesidad existencial de venganza. Estudios de opinión privados muestran que la mitad de los mexicanos emitirían su voto por quien esté en el mayor punto de alejamiento del presidente Enrique Peña Nieto y todo lo que represente. Sin rival enfrente, López Obrador ocupa ese sitio. Si los mexicanos reprueban las reformas peñistas, López Obrador es quien encabeza la contrarreforma. Si la corrupción mancha al régimen, López Obrador es quien ofrece destruirlo para ir al renacimiento moral. Si lo institucional tiene una carga negativa, lo antisistémico de López Obrador es la receta. El contraste de sus adversarios opaca sus contradicciones y, hasta este momento, también lo protege.
Donald Trump, a quien López Obrador critica regularmente, pero se ven en el espejo su nacionalismo y proteccionismo, su espíritu insular y su conexión con las masas, decía en los albores de su candidatura que estaba tan blindado ante la opinión pública, que podía dispararle a un tipo en la siempre concurrida 5ª Avenida de Nueva York y no pasarle absolutamente nada. Con López Obrador sucede lo mismo. Lo han atacado tanto por tantas cosas durante las dos últimas décadas, que parece inmune a las críticas. Los dos se forraron con el mismo teflón, que en las últimas semanas se le ha caído a Trump porque ya no pudo dar la vuelta a sus contradicciones. La experiencia que vive su fortuito par debe verla López Obrador para corregir, ahora que es tiempo.
López Obrador vive contrasentidos poco conocidos. Por ejemplo, su conservadurismo cristiano, que lo lleva a maltratar a colaboradoras por el hecho de ser divorciadas o madres solteras. El gran símbolo de la izquierda está más identificado, en materia social, con la ideología panista. Este es uno de los aspectos menos públicos de López Obrador, quien no tiene duda en negar declaraciones o acciones que en contexto diferente al que las haya dicho, se le echan en cara. Uno de los momentos más claros de esto se dio durante la campaña presidencial de 2012, cuando en la casa de un empresario de medios, un líder industrial regiomontano le preguntó por qué les hablaba bien de la educación privada, cuando poco antes, en una entrevista de prensa en Monterrey, había flagelado a las universidades de “los pirruris”. Lo negó, y dijo que era como si fuera al Cerro del Tepeyac a criticar a la Virgen de Guadalupe. El empresario le entregó la grabación de la entrevista, y aun así, rebatió, como lo hacía Fidel Velázquez, el sempiterno líder obrero, que no había dicho lo que había dicho.
Pero lo que mejor refleja sus contradicciones es Alfonso Romo, quien está coordinando su equipo de trabajo y se ha convertido en su principal vocero. Romo, empresario regiomontano, ha dado varias entrevistas donde ha mentido. No salió de Visa –que se convirtió en FEMSA– porque sus posiciones eran incómodas, como dice, sino porque apoyaba al candidato presidencial Vicente Fox en la recaudación de fondos, una actividad política prohibida por los estatutos. Tampoco fue el creador del concepto de Oxxo, como asegura, ni tiene una buena relación con el llamado aún Grupo Monterrey. De hecho, es despreciado por ellos porque después de haber construido negocios con el dinero de su suegro, Alejandro Garza Lagüera, los quebró, y cuando lo confrontó su familia política, quiso meterlo a la cárcel y a dos de sus cuñadas, a quienes les había comprado acciones de una de las empresas en 275 millones de dólares, que no se las pagó hasta cuando, destruida también esa compañía, les dio cuatro millones de dólares, que costaban en ese momento las acciones adquiridas. Para alguien como López Obrador que se ufana de integridad, Romo está en las antípodas. En materia programática, uno de los ejes del precandidato presidencial es combatir sin piedad los transgénicos, donde Romo ha sido uno de sus principales promotores.
López Obrador ha aprendido muchas lecciones en los procesos de 2006 y 2012, pero donde aún cojea es en el de la transparencia. Su discurso es principista, ético y lleno de valores compartidos por todos, como el que pronunció este lunes en Phoenix, Arizona, con citas de objetores morales, en forma de poesía y de motivación nacionalista sobre el deber ser. Pero tiene que caminar hacia la eliminación de la opacidad, porque la oscuridad que está aún escondida por la luminosidad de la esperanza que representa para muchos, va a aparecer sin lugar a dudas. Ya lo está sintiendo López Obrador en los recientes ataques del gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes. Ya apuntó al presidente Enrique Peña Nieto, al expresidente Felipe Calderón, a su esposa la precandidata Margarita Zavala, y a los presidentes del PRI y del PAN, como instigadores de críticas en su contra.
Le tienen miedo y por eso lo atacan, dice López Obrador. Es cierto. Así es la dialéctica de la competencia. Sería un error que cayera una vez más en la soberbia y que no los atajara, porque sus debilidades y contradicciones van a ser explotadas en un electorado que se aprecia más sensible y volátil que en el pasado. Dice que la tercera es la vencida. Puede ser, pero tiene que iluminar su clóset.
Twitter: @rivapa
http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/la-paradoja-del-peje-i.html
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