La Escuela Normal de Ayotzinapa lleva en su nombre dos mentiras: ni es escuela ni es normal. Más que institución educativa donde los estudiantes aprendan a enseñar es un centro de agitación política que convierte a sus alumnos en carne de manifestaciones y hace de ellos un instrumento de violencia al servicio de extremistas. Eso no es normal, y menos en un país que avanza penosamente en el camino de la democracia, y en un mundo en que las utopías de la revolución armada son ya cosa del pasado. Al igual que la tristemente célebre CNTE, ese plantel se ha convertido en una lacra de México. Los continuos abusos que cometen quienes a él asisten, sus asaltos a edificios públicos, sus bloqueos de carreteras, irritan a los ciudadanos. Ciertamente fue una tragedia nacional la pérdida de los 43 muchachos que fueron enviados a la muerte por dirigentes -o directivos- que aún están ocultos y no dan la cara, pero es una infamia usar la memoria de esos jóvenes para obtener ventajas políticas o económicas. Aplicar rectamente la ley dio buen resultado en el caso de la CNTE. Sus inmorales líderes están ahora acobardados: saben que hay suficientes evidencias para llevarlos a la cárcel. Sus huestes, antes tan belicosas y pugnaces, se han ido sometiendo a las exigencias laborales. En igual forma los excesos de esos tan anormales normalistas deben ser frenados por la ley. Ciertamente quienes los mueven buscan confrontarlos con los cuerpos policiacos a fin de tener más víctimas y fortalecer así sus pretensiones. Contra esos manipuladores, y no contra quienes les sirven de fuerza de choque, debe ir la autoridad. No es difícil localizarlos: están dentro de la misma escuela; se les conoce bien. Nadie debe legitimarlos, ni aun en el contexto de los desaparecidos. Hacerlo es poner trabas al desarrollo democrático de México y condonar la violencia como medio de expresión política...
Catón
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