Jesús Silva-Herzog Márquez en MURAL 23 Nov. 2020
La liberación del general Cienfuegos es ambas cosas. Un extraordinario triunfo del gobierno federal, sin duda. La diplomacia mexicana fue al rescate del general y logró su cometido. Empleó todos sus instrumentos para revertir la agraviante decisión del vecino. No se quedó cruzada de brazos. No se detuvo la formalidad de un aviso de inconformidad. Emprendió el camino diplomático, usando todos los instrumentos a su alcance para defender su causa. La resolución final del gobierno norteamericano es sorprendente. Desistirse de los cargos contra el militar mexicano y enviarlo sin dilación a nuestro país fue un giro que nadie habría imaginado. ¿Quién habría pensado que el gobierno de Estados Unidos pudiera recular de esa manera? El triunfo habla de la capacidad de la diplomacia mexicana cuando logra identificar con claridad un objetivo y expone con firmeza sus razones.
El éxito del gobierno federal es, ante todo, del canciller Ebrard. Si el Presidente reaccionó con enorme torpeza al arresto de octubre, el canciller registró de inmediato las implicaciones que el proceso contra el general tendría para la colaboración entre los países y también para la alianza del Presidente con el Ejército. El reflejo de López Obrador fue celebrar la captura de otro representante más del viejo orden y llamar de nuevo a limpiar la casa tras las revelaciones que venían del norte. La inercia de su retórica le impidió advertir los gravísimos efectos de la incriminación. El tiempo le hizo cambiar de parecer, pero la reacción inicial fue muy desafortunada. La respuesta del canciller, por el contrario, daba cuenta de inmediato de todo lo que trastocaba el arranque de la DEA. No solamente recibía el golpe, planteaba una salida y se dispuso construirla. A la nota diplomática sucedieron lo que podemos imaginar como intensas negociaciones con la fiscalía norteamericana y otras agencias de aquel país. Se usaron todos los instrumentos diplomáticos para revertir la decisión del vecino. El gobierno no se quedó congelado ni puso el grito en el cielo. Se puso a trabajar con la discreción necesaria y en el ámbito debido. Al mes de la captura, la Cancillería mexicana obtuvo un resultado que se habría considerado impensable hace unos días.
La respuesta mexicana no fue un desplante. El canciller supo mostrar a sus contrapartes la importancia de la colaboración y el deber que tienen ambos países de cuidar la confianza. Sin esconder la cabeza bajo la arena, sin cambiar de tema por resultar incómodo, sin caer en los reduccionismos elementales que tanto complacen a este gobierno, la Cancillería comunicó el agravio y dejó en claro las consecuencias que podría tener. Obtuvo así un éxito que nadie podría regatearle.
Al mismo tiempo, debe decirse que la victoria preocupa. El éxito diplomático sirve a la opacidad y la militarización. Por su propia naturaleza, las negociaciones de la Cancillería están envueltas en el misterio. ¿A qué se comprometió el gobierno mexicano? ¿Podríamos confiar en que las autoridades mexicanas examinarán las pruebas contra el general con rigor y objetividad? Al reconocer las autoridades norteamericanas que su decisión es abiertamente política, dejan entrever que el costo de la cooperación puede ser la impunidad. Preocupa también esta victoria diplomática porque se inscribe en un inquietante proceso de militarización. En estos dos años de gobierno, el gran aliado del Presidente ha sido el Ejército, la corporación de la obediencia. Si la administración es para el Presidente un elefante flojo, el Ejército es la eficacia que le dice sí, señor. Lo que usted ordene. Al Ejército se le ha entregado la seguridad pública, y la política migratoria; la construcción de las obras predilectas del Presidente y el transporte de la gasolina; el control de las aduanas y la construcción de hospitales. La victoria del canciller es por eso, una victoria más del Ejército, el estamento intocable. La eficacia diplomática puesta al servicio de ese militarismo que es, en la fantasía presidencial, impoluto.
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