3 mayo 2021, Raymundo Riva Palacio
La liberación de Héctor El Güero Palma de la prisión no fue tan sorprendente como el hecho que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador lo exonerara del delito de delincuencia organizada. Juzgado en México y Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico, fue absuelto de todo. Uno de los fundadores del Cártel de Sinaloa, socio de Joaquín El Chapo Guzmán, a la calle casi con una disculpa del gobierno. Llegó en un momento poco inadecuado esta decisión de un juez, que no combatió el gobierno, días después de que el exembajador de Estados Unidos en México, Christopher Landau, afirmó que el presidente deja hacer todo a los cárteles de la droga al no combatirlos, que son dueños de más del 30% de la nacional.
López Obrador defiende su política de “abrazos no balazos”, creyendo que no es combatirlos, sino dar trabajo a sus sicarios, como resolverá la inseguridad. Como se ha demostrado, el diagnóstico es equivocado. La impunidad con la que operan ha provocado que los cárteles se apoderen de decenas de gobiernos municipales, proveyendo gobernabilidad criminal. De mantenerse la misma ruta, no habrá un narco Estado, sino un narco país, y los futuros presidentes serán figuras de papel porque el poder real estará en manos de los jefes del narcotráfico. Si este escenario parece exagerado, la mala noticia es que sus cimientos ya están cavados.
La penetración ya no es por la vieja vía de plata o plomo, donde las autoridades, o colaboraban con los cárteles, o los mataban. También ha evolucionado el fenómeno de otros años donde imponían al jefe de la policía o secretario de Seguridad locales. Actualmente, como se ve en varias partes del país, los cárteles combinan sus actividades criminales con legales, controlando obra pública municipal, generando riqueza con el erario y desplazando a otros empresario.
Los cárteles de la droga han estado construyendo en las zonas del país donde cultivan, distribuyen o son vías para el trasiego, una relación política y empresarial orgánica. El único antecedente que se tenía sobre este fenómeno surgió en el proceso en la Corte Oeste de Distrito en San Antonio contra del ex gobernador de Tamaulipas, Tomás Yarrington, a quien acusaron en 2013 de ser parte de la estructura criminal del Cártel del Golfo. Como parte de una negociación con el Departamento de Justicia, Yarrington aceptó haber recibido 3.5 millones de dólares en sobornos para comprar propiedades de manera ilegal en Estados Unidos. A cambio de eso, aunque no se publicitó, se volvió testigo colaborador.
De Yarrington a la fecha hay un gran trecho. Hasta la actual administración, ningún gobierno dejó de combatir a los cárteles. La creación de la Guardia Nacional fue una acción política de demolición de instituciones de anteriores gobiernos, pero no para mejorar lo hecho por la Policía Federal, sino para generar sólo la percepción de preocupación por la inseguridad. Un presidente municipal dijo que es “el cuerpo de edecanes más caro que conocía”. Su diseño producirá, adicionalmente, un daño irreparable.
Al ser un cuerpo militar en doctrina, capacitación, mando y personal, el que fuera trasladado de manera expedita del Ejército y la Marina a tareas civiles, generó una externalidad: la corrupción. No significa que la Guardia Nacional esté plagada de corrupción, pero varios de sus comandantes de zona están recibiendo dinero de los cárteles de la droga. Ese dinero no se oculta y si en las secretarías de la Defensa Nacional y la Marina quisieran hacer algo al respecto, sólo tendrían que revisar las propiedades de sus comandantes, las adecuaciones a sus casas, sus nuevos relojes o sus automóviles, para determinar en dónde está fluyendo el dinero negro, y en dónde aún se mantiene sana la estructura de mando. No es difícil comprobar lo que está pasando con sus mandos regionales; basta que se atiendan lo que provocaron en el país.
Los cárteles de la droga han tenido un día de campo con el actual gobierno. Un informe que llegó al Capitolio estadounidense el 2 de abril pasado sobre la situación del narcotráfico en México es muy claro: durante el año pasado, pese a la pandemia del coronavirus, los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, se expandieron y aumentaron su papel en la producción de drogas sintéticas, mientras se diversificaban e incrementaban el uso de submarinos, drones y criptomonedas. El poder de las grandes organizaciones del narcotráfico para mover su droga a Estados Unidos, en la evaluación del Departamento de Seguridad Interna, permanece “prácticamente intacto”.
Las advertencias de Estados Unidos sobre la falta de combate a los cárteles de la droga, han sido sistemáticas desde el año pasado, pero en México, desde el presidente hasta su gabinete, la respuesta ha sido refractaria. Antes que Landau, el general Glen D. Van Herck, jefe del Comando Norte, que ve en el Pentágono la seguridad integral de Estados Unidos, México y Canadá, advirtió que los cárteles de las drogas estaban “operando frecuentemente en áreas sin gobierno, de 30 a 35% de México”. Un alto funcionario estatal involucrado en las áreas de seguridad, estimó que ese porcentaje probablemente se había quedado corto.
El presidente piensa que los programas sociales son el freno para los cárteles de la droga, al proveer una oportunidad a la gente, principalmente los jóvenes, de ganarse la vida sin arriesgarla. Al negarse a ver que la delincuencia no se resuelve con voluntarismo o actos de fe, propició la construcción de un narco país al habérsele ido la seguridad de las manos. Que los cárteles de la droga lleguen a apoderarse de la política, la economía, la cultura y de la sociedad en general, como se planteó hipotéticamente líneas arriba, no debe ser destino mexicano. En algún momento la política del presidente estallará ante la realidad y tendrá que cambiar, por decisión personal o porque desde Estados Unidos lo obliguen a que priorice a un Estado de instituciones y no uno bajo el yugo del narcotráfico.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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