Ayer Andrés Manuel López Obrador dejó que la careta se deslizara, asomando el dictador. La furia fue llamativa, lo importante fue su argumentación defendiendo un poder unipersonal encarnado en su figura. AMLO generalmente puede esconder su autoritarismo tras el antifaz del demócrata, al cabo que, gracias a su arrollador mandato electoral, tiene la fuerza de imponer sin que ello sea (tan) evidente.
Con una mayoría aplastante en las Cámaras legislativas, con los gobernadores arrinconados por la chequera federal, un poder tan concentrado no se veía desde los ya tiempos lejanos del priato en todo su esplendor. Ese poderío que tanto deslumbró al joven tabasqueño priista en sus años mozos y temprana adultez, ahora de regreso y en sus manos.
Porque El-Señor-Presidente-de-la-República (dicho con reverencia) tiene todo el conocimiento necesario, el diagnóstico certero, ha diseñado la estrategia necesaria, para todo, en este caso acabar con el crimen. Porque su propuesta original de Guardia Nacional era impecable, inmejorable. Que los senadores de oposición buscaran cambiar algo era de esperarse, pero para arrollarlos estaba la aplanadora oficial de Morena y sus satélites. El debate legislativo está bien para mostrar que hay voces que rechazan la sabiduría por pura politiquería. Pero lo importante es la votación final que respeta los dictados del Ejecutivo. No por nada se le dice dictador a esa figura.
La visión obradorista es que la responsabilidad es suya, por ello se debe hacer lo que manda. AMLO presentó a los legisladores como personas aisladas de la ciudadanía. Su razonamiento es simple: el presidente municipal, el Gobernador, el Presidente, son señalados por el ciudadano como responsables por todo lo bueno o malo que sucede; en cambio el legislador puede no tomar en cuenta el impacto de sus acciones, dado que nadie piensa en su diputado local o legislador federal. Por eso deben aprobar sin modificar, porque el crédito o culpa no será acreditado a su cuenta. Para redondear el argumento a López Obrador solo le faltó proclamar “El Estado soy yo”.
Cuando hay desobedientes (aquellos que retan al poder omnímodo), queda ese recurso tan utilizado por demagogos y autoritarios: el dedo acusador blandido en público. Porque AMLO, como tantos dictadores, es señor que igual proclama inocencia que culpabilidad sin más evidencia que su palabra. En ocasiones como refuerzo trae consigo a un subordinado que acusa ante las cámaras y micrófonos de la mañanera, obvio con la presencia avaladora y avasalladora del Último Responsable (con mayúsculas).
Ayer esgrimió esa amenaza ante las modificaciones hechas por los senadores a su propuesta original. Fueron sus palabras al anunciar que haría públicos los nombres de aquellos legisladores que fuesen contra sus deseos: “fuera máscaras, así, abiertamente… voy a decir: estos votaron a favor, estos votaron en contra”. La ironía fue que no percibió que era él quien se había quitado la máscara.
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