Jesús Silva-Herzog Márquez
23 Jul. 2018
Sigue dibujándose el cambio más profundo y más acelerado de
la política mexicana del que tengamos memoria. El sistema de partidos está
hecho añicos y se va conformando un poder hegemónico capaz de dictar la ley y tal
vez de rehacer la Constitución sin tener que negociar con adversarios. Pero ahí
no termina el cambio. Tan importante como la ruptura del arreglo tripartita es
la sacudida que se anuncia en la estructura burocrática y la amenaza que pende
sobre nuestro precario sistema federal.
Algo he hablado del cambio en los partidos y espero hablar
pronto del cambio en el sistema federal. Aquí me gustaría intentar una
interpretación del cambio administrativo. Se anunciaba ya en los discursos del
candidato presidencial. El gobierno no estaba del lado del pueblo porque estaba
desconectado del pueblo. La alta burocracia ha vivido en una burbuja de
privilegios y lujos. Puede advertirse una sensata sensibilidad republicana en
esta crítica de López Obrador pero sus propuestas pueden resultar peor medicina
que la enfermedad. Por lo pronto, no se anuncia una transición tersa en el
ámbito de la administración. No es para menos. El futuro Presidente anuncia una
draconiana reducción del salario de los altos funcionarios y la cancelación de
prestaciones relevantes. Al mismo tiempo, declara que el 70% de los
trabajadores de confianza son desechables. Y, al mismo tiempo, ha decidido la
mudanza obligatoria de miles de servidores públicos que, a partir de diciembre,
tendrán que rehacer su vida en otra ciudad si es que quieren conservar su
trabajo.
Se ha hablado de los efectos de esta fricción y de estos
anuncios. Me gustaría detenerme en el proceso de toma de decisiones. La
dispersión del gobierno puede ser uno de los cambios más radicales en la
historia reciente de la administración pública federal. Sacar Secretarías y
dependencias de la capital es un asunto extraordinariamente complejo y costoso.
Dudo que el cambio produzca las bondades prometidas y, por el contrario,
imagino la mudanza como una distracción mayúscula para un gobierno cargado de
proyectos y exigencias. Un derroche que desaprovecharía un patrimonio de
generaciones. De llevarse a cabo la reubicación, las Secretarías tendrían que
prestar tanta atención al traslado como a los asuntos de su despacho. Complejo
asunto, sin duda, pero lo relevante aquí es examinar cómo llega la futura
administración a la persuasión de que se trata de una buena idea. Es sencillo:
se escucha al caudillo y se ponen en práctica sus deseos. A fin de cuentas es
su gobierno. La convicción del futuro Presidente basta. No hace falta nada más.
La SEP a Puebla, Comunicaciones a San Luis, Pemex a Ciudad del Carmen. Él y
sólo él clavó los alfileres en el mapa. ¿Para qué perder el tiempo con
nimiedades prospectivas? ¿Para qué arrastrar el lápiz analizando el costo de la
ocurrencia si ésta es, en realidad, una iluminación?
Detrás del llamado a la austeridad se revela una convicción
patrimonialista que no puede ser anticipo de buena gestión. El Presidente decide
qué hacer con la casa presidencial como si ésta le perteneciera. El Presidente
decide vender el avión presidencial sin examinar si esa operación es una forma
razonable de cuidar los recursos comunes o, más bien, un despilfarro. El
Presidente decide a dónde enviar las oficinas públicas como si fueran piezas de
su ajedrez. Estamos en presencia de un nuevo experimento patrimonialista. Por
sus primeros gestos, López Obrador se acerca a la administración pública como
un hacendado se relaciona con sus peones. Puede tronar los dedos y reducirles
el salario. Puede deshacerse de ellos si le da la gana. Puede cambiarles el
horario del trabajo de un día para otro sin que importe mucho lo que dice la
ley. Moviendo un dedo ordenará a sus criados que empaquen sus cosas y se
trasladen a la otra punta del país. Si rompen sus familias, si pierden
oportunidades de educación para sus hijos, si las mujeres tienen una desventaja
adicional, si el cambio significa una merma económica para el servidor público
le tiene sin cuidado. El peón debe, ante todo, demostrar su lealtad. Aunque se
dé ínfulas de cartujo, López Obrador ejerce un liderazgo patrimonialista que,
seguramente, terminará siendo una nueva fuente de derroche, ineficiencia y
corrupción.
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