Un migrante lucha a toda costa por salir adelante, por tener un buen nivel de vida, sin depender de las ayudas del gobierno, sino de su empuje, aunque en ello les vaya la vida o la libertad.
Pablo Hiriart
junio 14, 2021 | 8:55 hrs
MIAMI, Florida.- La lucha de clases no es el motor de la historia como afirmaron Marx y Engels, pero promoverla sirve para ganar elecciones presidenciales y mantenerse en el poder. Lo estamos viendo en América Latina.
Tal vez no sepan qué construir desde el poder, pero son cinco estrellas a la hora de destruir. Es lo único que se puede hacer con una sociedad dividida: destruir.
Países de América Latina que, con sus defectos, caminaban en una dirección más o menos aceptable –posible de medir–, ahora se precipitan a la polarización social cuyo desenlace es el empobrecimiento, y deja una herida que tarda generaciones en sanar. O no se cura nunca.
Aquí en Estados Unidos lo que hay es promoción del odio como herramienta para el posicionamiento electoral.
El gobernador de Texas, Greg Abbot, anunció el jueves que con el presupuesto estatal para seguridad en la frontera (mil millones de dólares), continuará la construcción del muro de Trump que frenó Biden.
Esa va a ser su apuesta para posicionarse como precandidato presidencial del Partido Republicano.
México es un caso sorprendentemente claro –aunque por desgracia no el único– de promoción de la lucha de clases, desde la cima del poder político.
Durante 15 años el candidato López Obrador recorrió el país para señalar a los ‘ricos’ como causantes de las desgracias de los pobres. No es verdad, pero es eficaz. Llegó al poder.
Ahora como Presidente, y luego de una elección que no le resultó del todo favorable, pone a la lucha de clases como el eje de su discurso. Ese será el tono hasta 2024.
Fue directo contra la clase media, que tiene “una actitud aspiracionista (sic), es triunfar a toda costa, salir adelante”.
Si hubiera que ponerle rostro a una actitud aspiracional, de triunfar a toda costa, salir adelante, no hay mejor retrato que el indocumentado mexicano que arriesga su vida en el río, en el muro o en desierto, para alcanzar lo que el Presidente reprocha.
Luchan a toda costa por salir adelante, por tener un buen nivel de vida, sin depender de las ayudas del gobierno, sino de su empuje, aunque en ello les vaya la vida o la libertad.
Y envían a sus familiares en México más de 40 mil millones de dólares al año, precisamente ahora que ha vuelto a incrementarse la migración mexicana, luego de llevar algunos años con balance de cero aumento.
Se les agradece con hermosas palabras el dinero que mandan a México, pero se reprocha la esencia de su tesón individual: aspiracionismo (sic), triunfo a toda costa, salir adelante.
La lucha de clases que se alienta en México ha tenido una contrarréplica que preludia un horizonte ominoso para el país.
Sectores minoritarios pero estridentes hacen burlas de los que dicen cabello en lugar de pelo, o se llaman de tal o cual manera.
La confrontación clasista saca lo peor de la gente. Alentarla desde el poder es sencillamente fratricida.
Perú, un país con dos décadas de crecimiento económico ininterrumpido e inflación inferior al 3 por ciento, al parecer se inclinó por el candidato de un partido marxista. Llega al poder con el discurso y la ideología de la lucha de clases.
Convocará a una asamblea constituyente para hacer una nueva Constitución, de aliento socialista, “a cambio de la actual, que privilegia el libre mercado”.
Su discurso es estatista, contra los ricos, contra empresas privadas (Latam, Zara, Falabella, Metro “aglutinan su economía para sacar un beneficio empresarial, sin importarle el Estado, sin importarle el pueblo”) y los medios de comunicación.
Hace unos días, ante la inquietud en los mercados, Pedro Castillo dijo que en su plan no contemplaba expropiaciones y será respetuoso de la autonomía del Banco Central.
En su propuesta de gobierno está un nuevo Tribunal Constitucional (Suprema Corte) “electo por el pueblo”.
La trae jurada contra los medios de comunicación privados. Con un machete en la mano, preguntó en un mitin reciente: “¿Qué canal, qué radio y qué periódico de Lima dicen la verdad?”
-¡Ninguno!, rugió la multitud.
-¡Díganlo más fuerte!
-¡Ninguno!
-“¿Dónde está la televisión del pueblo peruano? ¡No la tiene! No la tiene, pero sí la tiene para decir porquerías, para decir basuras. ¡Eso tiene que terminar ahora!”-, gritó el candidato presidencial que saltó a la fama luego de encabezar, hace cinco años, una huelga nacional del magisterio.
Tiene rasgos trumpistas Pedro Castillo. El autoritarismo los hermana, sean de izquierda o de derecha.
Anunció que dará “un plazo de 72 horas a los extranjeros ilegales para dejar el país, los que han venido a delinquir”, en abierta alusión al millón (un poco más) de venezolanos que han llegado” y reestablecerá la pena de muerte.
Los venezolanos que están en Perú (y en Ecuador, en Colombia, Panamá, Chile, Estados Unidos) son víctimas de la lucha de clases que quita a unos para dar a otros.
El reparto de dinero no tiene por objetivo generar desarrollo, mejorar el sistema educativo o de salud, sino conservar clientelas electorales o brazos para luchar contra las clases medias.
“No lloren por Chile todavía”, escribió recientemente Andrés Oppenheimer. Ojalá así sea. Pero el puntero de las elecciones presidenciales (noviembre) es el candidato del Partido Comunista. Y hace un par de semanas la alcaldía de Santiago-Centro la ganó la abanderada del Partido Comunista, Irací Hassler.
La promoción de la lucha de clases reditúa electoralmente.
Ahí está Colombia, con un exguerrillero del M-19, marxista, a la cabeza de las preferencias electorales para los comicios de marzo. Una guerrilla que era parte de la delincuencia organizada: narcotráfico y secuestro (el periodista mexicano Raymundo Riva Palacio fue una de sus víctimas).
Es fácil caer en la trampa de la lucha de clases. Y hay trampas que, si no se les evita y se cae en ellas, no se sale nunca.