CARLOS ELIZONDO MAYER-SERRA
19 de Septiembre de 2019
AMLO tiene claro su lugar en la historia mexicana. Ahí está el logo del gobierno, con sus héroes favoritos. Sólo falta uno más: él.
Está obsesionado por los símbolos. Logra transmitirlos muy bien. Viajar en avión comercial, vivir en Palacio Nacional, hacer desfilar a las pipas de Pemex.
Es admirable el tesón de AMLO para llegar al poder. Sin embargo, su triunfo no fue el resultado de una gesta heroica. Compitió tres veces por la Presidencia. En su última oportunidad terminó ganando por un amplio margen. Siempre financiado por los recursos del Estado que, por ley, llegan a los partidos políticos. No es, por ejemplo, un Nelson Mandela, quien pasó 27 años en la cárcel.
El que AMLO haya llegado al poder no garantiza, al menos como él lo entiende, su lugar en la historia. Para ello tendría que resolver de fondo, por lo menos, alguno de los grandes problemas de México: bajo crecimiento económico, inseguridad, corrupción, desigualdad…
AMLO tiene legitimidad, popularidad (las muestras de afecto durante el Grito y el desfile son notables) y un poder en el Congreso que le permitirían transformar, de raíz, al país. Bastaría con cumplir su promesa de terminar con la corrupción o, por lo menos, disminuirla de forma importante, para que los mexicanos del futuro celebrasen su paso por la Presidencia.
Sin embargo, la única lucha genuina contra la corrupción requiere la construcción de instituciones autónomas, con funcionarios bien remunerados y seleccionados por su capacidad. Con el poder que tiene, AMLO podría nombrar a los mejores candidatos para formar parte de un órgano autónomo sin tener que negociar con la oposición. Ese estire y afloja en muchos de los nombramientos en los órganos de este tipo fue uno de los grandes vicios del pasado.
Pero a AMLO no le interesa la capacidad de los funcionarios, sino la lealtad. Quiere tener discrecionalidad para dar y quitar. Poder castigar a los enemigos (Rosario Robles) y perdonar a los amigos (Manuel Bartlett). La lógica del priismo clásico.
No parece estar interesado en enriquecerse. Esto es una gran ventaja frente a la historia reciente del país. Pero no es suficiente.
Además, la corrupción no sólo consiste en robarse dinero, sino también en gastarlo mal, en decidir por capricho. El semiabandonado Tren Interurbano México-Toluca es una muestra de la corrupción peñista, sin saber si hubo moches en su construcción. El mero hecho de gastar dinero en un tren tan poco necesario, habiendo tal insuficiencia de transporte eficiente en las grandes ciudades del país, es una forma de corrupción. En la historia quedarán esas columnas que estrechan la carretera México-Toluca, donde los usuarios enfrentarán atorones recurrentes. Así corren el riesgo de pasar a la historia las obras de infraestructura de AMLO, gran símbolo de su interés por desarrollar el sureste del país, pero que pueden terminar en concreto enterrado.
AMLO, el gran transformador, es, en tantos ámbitos, muy parecido a los dirigentes del pasado, pero con más poder. Por eso, en lugar de una Ley de Seguridad Nacional como la propuesta de Peña Nieto para legalizar la participación militar en funciones de seguridad, hoy tenemos una reforma constitucional que otorga funciones policiacas a las Fuerzas Armadas bajo el logo de la Guardia Nacional.
Simbólicamente, AMLO es un Presidente transformador. Sin embargo, si no es capaz de construir instituciones que lo trasciendan, corre el riesgo de pasar a la historia un poco como Ruiz Cortines después de Miguel Alemán. Un respiro después de tanta corrupción, pero no un cambio de fondo en el combate a ese gran vicio del país ni en el uso discrecional del poder por parte del Presidente.
Ésta es mi última columna en Excélsior. Quiero agradecer a este diario el espacio que, por más de cinco años, me otorgó para expresar mis opiniones con absoluta libertad. Igualmente, agradezco a los lectores de mi columna su acompañamiento en estos años.
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