lunes, 1 de abril de 2019

“Es un honor, estar con Obrador”

• El fanatismo abreva de muchas fuentes: los vertiginosos cambios sociales, propiciados por la tecnología; la incertidumbre sobre el futuro, alimentada por una desconexión con el pasado que aviva el miedo al presente.

01 de Abril de 2019, VÍCTOR BELTRI, Excelsior.


El fanático está dispuesto a sufrir. No sólo está dispuesto, sino que —incluso— lo desea: las consecuencias negativas de sus convicciones no son sino la prueba de una legitimidad cuestionada por el mero interés personal de sus adversarios. De sus antagonistas. De sus enemigos.

Enemigos que han surgido del encono propiciado por sus propios líderes, impresentables que accedieron al poder —y fueron capaces de convencer a sus incondicionales— aprovechando las circunstancias propias de la vida moderna. El fanatismo abreva de muchas fuentes: los vertiginosos cambios sociales, propiciados por la tecnología; la incertidumbre sobre el futuro, alimentada por una desconexión con el pasado que aviva el miedo al presente; la ingente competencia laboral, propiciada por el auge de las computadoras y el outsourcing internacional; el creciente discurso xenófobo, que apunta hacia las minorías como responsables de la pérdida de trabajos y recursos; la falsa percepción de zona de confort que crean las redes sociales, así como la falta de igualdad y las carencias económicas de quienes sostienen las mismas ideas.

Un caldo de cultivo extraordinario, sin duda, y que ha sido aprovechado por quienes han sabido beneficiarse del mismo. El fanatismo está en auge, y se ha convertido en el patrimonio de los líderes que, utilizando su carisma personal, han hecho las promesas de prosperidad, seguridad y estabilidad que reclama un sector de la población que no atiende sino lo que está dispuesto a escuchar. Por eso progresa el populismo, por eso resurgen los fanáticos en el mundo entero: a las consecuencias de la sobrepoblación, y la falta de recursos, se suman las guerras y hambrunas regionales, la falta de estabilidad política y el rompimiento del tejido social que, aunados a la inestabilidad social —producto del debilitamiento del sistema anterior— la disolución de vínculos familiares y, a una —cada vez más— desigual concentración de la riqueza, narrada desde el maniqueísmo, han favorecido el arribo de líderes populistas al poder.

Líderes populistas que, con independencia de sus convicciones, capacidad u objetivos, han sido capaces de convertir a una porción de sus seguidores en fanáticos. Líderes que se centran en un solo mensaje —promovido de manera constante haciendo uso de técnicas propagandísticas— con el que se oponen a la verdad, manipulan la realidad, distorsionan los hechos y generan noticias falsas. Líderes intolerantes dispuestos no sólo a deslegitimizar su propia oposición, sino a tratar. Líderes que dividen, y que no dudan en asignar etiquetas de “buenos y malos” según quiénes se inscriban en sus propios planes.

El fanático está dispuesto a sufrir, asumiendo la visión de blanco y negro establecida por el líder. El fanático busca el reconocimiento manifiesto por el líder: una palabra suya bastará para salvar su alma. El fanático odia a quien le dicen que debe odiar, y obedece a su amo sin chistar: lo mismo ladrará para cancelar un aeropuerto, en México, o para cerrar las fronteras, en Estados Unidos.

Aunque le cueste el trabajo, aunque le cueste la tranquilidad, aunque le cuesten las oportunidades. Aunque nada haga sentido, más allá de su propio rencor. El fanático está dispuesto —quiere— a sufrir: “Es un honor, estar con Obrador”.

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