El Estado Mayor de Andrés Manuel López Obrador es sanguíneo. La cúpula real de Morena, el partido que bautizó como Movimiento de Regeneración Nacional para que la masa lo vinculara subliminalmente con la Virgen de Guadalupe, y quienes están en la línea de sucesión de su control por la vía de la herencia política, no son sus compañeros de trabajo político de décadas, sino sus hijos. López Obrador tiene cuatro, tres de su primer matrimonio con Rocío Beltrán, quien falleció en 2003 -José Ramón, Andrés y Gonzalo-, y uno más, menor de edad, de su segundo matrimonio, con Beatriz Gutiérrez –Jesús Ernesto-. Los tres primeros forman el cinturón que rodea al candidato presidencial, y ante quienes todos tienen que someterse y pasar sus aduanas para llegar a él.
Andrés es el más importante, en todos los sentidos. Es el preferido de López Obrador, que tiene un lenguaje de cuerpo muy expresivo y no puede ocultar su preferencia por “Andy”, como lo llaman en el entorno más cercano del tabasqueño. “Andy”, el único de sus hijos mayores a quien López Obrador saluda de beso, controla la agenda de su padre –él decide a quién ve y cuándo-, y tiene bajo su responsabilidad la Ciudad de México. La precandidata de Morena al gobierno capitalino, Claudia Sheinbaum, no hace nada que no tenga la aprobación de “Andy”, o que no haya pasado por él. Andrés y la presidenta de Morena, Yeidckol Polevnsky, integran lo que cuando perdió una encuesta secreta ante Sheinbaum para la candidatura capitalina Ricardo Monreal calificó, sin mencionarlos como “la nomenklatura”.
José Ramón, el mayor, es el coordinador estatal de Morena en el estado de México, donde el partido ha tenido un avance significativo y fue una pieza central en la pasada elección por la gubernatura para que Delfina Gómez, la candidata morenista, derrotara por 56 mil votos al candidato priista, Alfredo del Mazo, quien se levantó con la victoria por los votos que le dieron los partidos coaligados al PRI. José Ramón fue el responsable de formar seis mil 500 comités seccionales del partido en el estado, que sirvieron como defensa del voto aunque, dicho dentro de los órganos de poder de Morena, no fueron suficientes para cumplir el objetivo. Cuando menos en cuatro municipios, explican internamente, el voto rural priista fue completamente atípico y clave en la victoria de Del Mazo.
La experiencia del estado de México ha sido el ejemplo tomado por Gonzalo, el tercer hijo de López Obrador, para hablar de la importancia de los comités seccionales, cuya coordinación le entregó su padre. Estos comités son una distribución territorial de defensa del voto que López Obrador, dicho por él mismo, nunca pudo armar en el PRD. La estructura de defensa del voto fue instaurada en 2015, casi un año después de que Morena obtuvo su registro como partido en 2014. Cuando López Obrador se la encargó a Gonzalo, le exigió que cada una de las 68 mil secciones electorales del país estuviera compuesta por cuando menos ocho personas, que incluirían a un RC (representante de casilla) y a un RP (representante de partido); que debía haber un coordinador por cada 10 secciones urbanas, y otro más por cada cinco rurales. En junio del año pasado, Gonzalo cumplió la tarea.
Si bien el trabajo que realizan Andrés y Juan Ramón es fundamental para mantener el bastión lópezobradorista en el Valle de México, el de Gonzalo es esencial para aspirar realmente a la victoria en las elecciones del primero de julio. “Hay que avanzar como la humedad”, decía López Obrador al describir cómo debía ser el armado de esos comités seccionales, que fueron fundamentales para que Morena fuera apareciendo como partido en comunidades, regiones y estados donde no había figurado nunca. La confianza en él es tan grande, que los cinco coordinadores regionales nombrados por López Obrador la semana pasada –Bertha Luján, Marcelo Ebrard, Ricardo Monreal, Rabindranath Ramírez y Julio Scherer-, tienen a Gonzalo como su jefe directo.
El carácter endogámico del liderazgo real y formal en Morena no ha sido analizado dentro del partido. De hecho, se le considera como algo natural, derivado de una decisión de facto de López Obrador. Nadie lo cuestiona, ni nadie la reclama en la actualidad. Esta estructura de poder sería impensable en otro partido en México, donde la sola incorporación de personas cercanas a los liderazgos es motivo de ácidos cuestionamientos, curiosamente, mayoritariamente de las trincheras que defienden a López Obrador. Paradójicamente, en el caso de López Obrador, su palabra es absolutista.
Si los partidos en el mundo no son democracias sino estructuras verticales, en el caso de Morena su conformación es monárquica. La verticalidad es autoritaria –las asambleas a mano alzada y las encuestas secretas para designar candidatos son una de sus expresiones más públicas-, y los cimientos para la transición de Morena después de López Obrador, encuentran su modelo en las viejas casas reales europeas, donde el poder no se entrega mediante el ejercicio democrático o derivado de un sistema de méritos, sino que se cede a la misma sangre. El heredero de López Obrador es, como primero en la línea de sucesión, “Andy”.
López Obrador puede hacer todo lo que quiere con Morena porque el movimiento es él. Nadie le alza la voz; nadie objeta estas decisiones. Los hijos, aunque inexpertos en muchos momentos, tampoco le han fallado. El control vertical lo reproducen cabalmente, legado claro del pensamiento del candidato.
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