2.11.22 Carlos Bravo Regidor
Nadia Urbinati, catedrática de Teoría Política / Fotografía de Columbia University.
Una de las más importantes teóricas políticas, Nadia Urbinati, habla sobre qué le hace el populismo a la democracia: ¿por qué tiene una relación parasitaria con ella?, ¿cómo la desfigura?, ¿cuándo termina con ella?, ¿cuál es el momento fatal? Yo, el pueblo fue editado en México por Grano de Sal.
Carlos Bravo Regidor (CBR): En su libro más reciente, Yo, el pueblo, usted, Nadia Urbinati, propone una manera de pensar el populismo que rompe con mucho de lo que se ha escrito al respecto. No le interesa tanto definir qué es —incluso hace explícita su decisión de evitar la hýbris de esa ruta analítica—, sino explicar qué hace el populismo, ¿por qué escogió esa manera de aproximarse al tema y qué diferencia implica ante otras aproximaciones?
Nadia Urbinati: Es que no hay un acuerdo general sobre qué es el populismo. Depende, en mucho, de donde estás parado, desde dónde lo miras: en América Latina hay una visión latinoamericana; en Europa, una visión europea; en Estados Unidos, una estadounidense… en fin, todas se basan en un punto de referencia fuertemente contextual. Además, escribir sobre el populismo es, ineludiblemente, escribir sobre nuestras propias democracias. Esa es la razón por la cual se han acuñado definiciones muy mínimas que intentan ser aplicables en todas partes, pero una vez que tratas de aplicarlas te topas con que dejan demasiados aspectos fuera, con que hace falta abarcar más, así que al final el problema no se resuelve minimizando la definición.
Desde mi punto de vista resulta mucho más interesante, entonces, tratar de entender lo que significa la insistencia en que el pueblo es uno y está representado por un líder, en la centralidad de una mayoría que se vuelve prioritaria y que no es como cualquier otro tipo de mayoría, o bien, en que las elecciones sirvan para demostrar que pueblo y líder están del lado correcto porque ganan. Todos esos son rasgos que identificamos con el populismo, pero ¿cómo verlos ya en acción? Pues cuando el populismo deja de ser simple oposición y llega al poder: ese momento nos obliga a lidiar con el fenómeno populista. Así que, en mi opinión, lo fundamental es distinguir entre el populismo como movimiento opositor, lo que siempre será parte o producto de la democracia, y la relación que el populismo entabla con la democracia, cómo la transforma una vez que se vuelve gobierno. Esa es la premisa de la que yo parto.
CBR: Usted rechaza el uso estigmatizante de la categoría “populista” por cómo termina aplanando la complejidad del fenómeno, por cómo tiende a reducirlo a un concurso entre oposición y gobernanza, y porque, como usted misma advierte, los populistas gobiernan de un modo muy específico. Usar “populismo” como un arma arrojadiza para descalificar adversarios no es útil ni para entender este fenómeno ni para pensar en estrategias exitosas que puedan contrarrestarlo.
Nadia Urbinati: “Populista” se usa mucho como acusación en el periodismo, en el mundo de la opinión cotidiana, en las redes o en los blogs: le dices a alguien ¡eres un populista! y ya, no hace falta decir más. Tenemos que hacer el esfuerzo de separar la categoría para tratar de ver el fenómeno que existe con independencia de ese uso polémico. La pregunta, para mí, es cómo es posible que en la democracia anide y se nutra el populismo, pero sin destruirla o secuestrarla por completo. En esa tensión tendría que estar nuestro acercamiento para entender el populismo, no en su demonización. Eso no funciona, la demonización es profundamente antiacadémica.
CBR: Aunque quizá sí funcione en otro sentido; de lo contrario, ¿por qué sería tan prevalente ese uso polémico?
Nadia Urbinati: Sí, yo creo que quienes recurren a ese uso polémico generalmente se ubican en la perspectiva de la buena democracia, la democracia concebida a partir de algunos supuestos básicos, que podríamos llamar tradicionales o mínimos, muy de la trinchera liberal, ya sabes, de que hay que domar o contener a la democracia. De modo que cuando emerge el populismo, ellos lo ven como una radicalización de la democracia en un mal sentido. Puede ser una radicalización hacia la derecha o hacia la izquierda, no importa, eso les es indiferente, lo que les preocupa es la radicalización que amenaza a la buena democracia.
¿Por qué?, porque para ellos la buena democracia solo puede ser la democracia liberal. Desde esa perspectiva, todas las cosas buenas de la democracia se las debemos a la tradición liberal y todas las peligrosas a la democracia misma. Cuando dicen ¡eres un populista!, lo que indican es una radicalización del lado democrático de la ecuación, en detrimento del lado liberal. Todo eso es indeseable, primero que nada, porque no nos permite entender el proceso democrático en sí y, segundo, porque asume una concepción de la democracia muy problemática en mi opinión. La democracia no necesita acudir al liberalismo para encontrar la libertad; la democracia produce libertad dentro de ella misma. No se puede decir que un país es democrático si no hay respeto entre los adversarios, si no hay diálogo, diversidad, oposición, tolerancia, si no aceptas respetar los votos y lo que decidan las mayorías. Eso es parte de la democracia, no del liberalismo.
Por supuesto que el liberalismo hizo contribuciones muy significativas, sobre todo estructurando jurídicamente los derechos; también las hizo el republicanismo, al que le debemos la división de poderes y las protecciones republicanas contra los abusos de poder, el constitucionalismo proviene de ahí. Cada tradición aportó en la hechura de lo que hoy conocemos como la democracia constitucional, que no es lo mismo que la democracia liberal ni la republicana. Es una forma de gobierno producto de un largo proceso en el que se van entretejiendo muchas corrientes y experiencias revolucionarias hasta desembocar en las democracias contemporáneas, en aquellas de las que hablamos hoy cuando hablamos de populismo.
CBR: ¿Qué es lo que el populismo le hace a la democracia?
Nadia Urbinati: Algunos académicos argentinos se han dedicado a pensar esta pregunta. Uno que me gusta mucho, que me parece muy atractivo porque le da una respuesta sumamente imaginativa, es Benjamín Arditi. Él ha propuesto considerar la relación del populismo con la democracia como una relación parasitaria. ¿En qué sentido?, en el sentido de que el populismo no se desarrolla autónomamente, no es un régimen que nazca o que se establezca por sí mismo, sino que lo hace a partir de la propia democracia. ¿Qué es un parásito? Un organismo que subsiste a expensas de otro, no lo domina ni lo somete despóticamente, sino que lo encuentra compatible y lo utiliza para sus propios fines.
El populismo ciertamente hace eso con la democracia porque está basado en principios similares: en la cuestión del pueblo, de la mayoría o de las elecciones. El populismo no solo utiliza los procedimientos y las instituciones de la democracia, sino que abusa de ellos y, al hacerlo, los convierte en algo, digamos, muy simplistamente extremo. Utiliza al pueblo, a la mayoría y a las elecciones, utiliza esos mismos medios con otros fines, muy distintos, que acaban tergiversando a la democracia. Es imposible decir si se trata de una decisión consciente o no, pero sin duda el populismo termina creando algo que está dentro de la democracia, al tiempo que transforma su lenguaje, sus instituciones, su estilo, en fin, la manera en que funciona.
CBR: La metáfora de la relación parasitaria supone una relación de dependencia, es decir, el populismo necesita a la democracia para nacer, crecer y reproducirse. En ese proceso puede abusar de ella, tergiversarla o desfigurarla, mas no puede aniquilarla: si la aniquila también se aniquila él, pues aniquila la condición de su propia supervivencia.
Nadia Urbinati: Esa es exactamente la paradoja de la relación entre el populismo y la democracia: el organismo parasitario no puede matar al que lo está hospedando sin matarse a sí mismo. El populismo nace en la democracia, vive mientras viva la democracia y muere cuando muere la democracia. Si eres un populista y destruyes la democracia, dejas de ser un populista y te conviertes en un dictador, en un fascista o en otra cosa. Para evitar esa deriva, para sobrevivir, el populismo necesita contenciones. Lo que enfrentamos, entonces, es un problema de temporalidad: de cuánto puede durar sin acabar con la democracia.
CBR: ¿Dónde trazamos esa frontera democrática?, ¿cómo identificar el momento en que el populismo ya cruzó ese punto de no retorno?
Nadia Urbinati: Cuando los populistas se dejan llevar por la ambición y tratan de cambiar la Constitución para darle completa supremacía al Poder Ejecutivo, es decir, a sí mismos. Al hacerlo no solo comienzan a desmantelar la democracia, sino a atentar contra sus propias credenciales populistas: si no hay contenciones, al final de ese camino lo que queda ya no es una democracia populista sino una dictadura. Ese fue, por ejemplo, el camino que emprendió el chavismo en Venezuela.
El problema, insisto, es la temporalidad: ¿qué tanto puede durar el estrés al que el populismo somete a la democracia sin acabar subvirtiéndola?, ¿es capaz el populismo de ponerse límites?, ¿de entender cuándo detenerse, cuándo cambiar, cuándo dejar de chuparle la sangre a la democracia? El momento de la fatalidad se pone a prueba, como decía, con la Constitución. El aniquilamiento o la supervivencia de la democracia depende de su fortaleza constitucional, he ahí donde se le puede poner un límite al populismo, en la firmeza de las instituciones está la posibilidad de contenerlo. Sin eso, es muy difícil.
No quiero caer en el determinismo de afirmar: si tienes una democracia constitucional buena, fuerte, entonces no hay de qué preocuparse. No, no, esa no es la cuestión, sino ¿dónde está la red de seguridad para contener al populismo? Yo creo que está ahí, en la Constitución, en las instituciones. Y también, por supuesto, en la política: en que haya una política de oposición, una contrapolítica populista desde la sociedad, con otro tipo de movimientos y otro tipo de partidos. Pero eso es muy difícil de orquestar, de construir. Lo otro, la Constitución, ya está en el sistema, no tienes que crearlo, aunque también es difícil de activar o de preservar porque, en muchas ocasiones, lo que el populismo en el poder hace, precisamente, es cambiar la Constitución.
CBR: En Yo, el pueblo usted menciona cuán sorprendente resulta la escasez de estudios, dentro de la bibliografía sobre el populismo, a propósito de las constituciones: de lo que los populistas hacen con ellas, de lo importantes que pueden ser para evitar lo que recién llamaba “el momento de la fatalidad”. Quizá aquí convendría hacer una distinción fina: una cosa es la Constitución, entendida como un documento que crea derechos y poderes o en el que se plasma un proyecto nacional o ideológico, y otra cosa, muy distinta, es el constitucionalismo, la doctrina de que todo poder debe estar limitado. En ese sentido, puede haber constituciones populistas pero no hay tal cosa como un constitucionalismo populista, no puede haberlo.
Nadia Urbinati: ¡Excelente distinción!, aunque ya hay algunos académicos trabajando en esos temas. Paul Blokker fue uno de los primeros en analizar la política constitucional del populismo en Europa del Este, y hay otros, pero, en efecto, no hay tal cosa como un populismo constitucional, solo existe la democracia constitucional.
La democracia se da a sí misma una Constitución para durar en el tiempo, para permitir la integración de nuevas mayorías, para limitar los poderes, en fin, para garantizar la libertad. Esas son las cualidades que definen a la democracia, que el constitucionalismo protege y que necesitan reproducirse todo el tiempo para que la democracia subsista. Ese es el objetivo. La democracia constitucional trata de institucionalizar la posibilidad de que haya cambios en el gobierno, de que a veces ganen unas mayorías y a veces otras, sin que eso implique un cambio de régimen. Lo que el populismo hace es interrumpir esa continuidad institucional, esas condiciones que permiten que la democracia se reproduzca, introduciéndose en ella, pero declarando que su mayoría es la mayoría, que su victoria electoral es la victoria electoral. Así, busca darle eternidad al momento de su victoria en lugar de dársela al proceso que le permitió ganar.
La democracia constitucional se puede interrumpir con un golpe de Estado y punto, ahí termina la historia. Eso no es lo que hace el populismo, porque su existencia depende de que la mayoría populista se mantenga, de que haya movilización social a su favor, de seguir ganando elecciones. Los populistas no quieren ponerle fin a eso porque necesitan legitimidad electoral, es de donde viene su fuerza. Lo que hacen, entonces, es mantener el proceso democrático pero desfigurándolo, evitando que pueda operar en su contra.
¿Cómo?, tratando de eternizar su mayoría, presentándola como la mayoría buena, la mayoría verdadera o auténtica, impulsando que sea asumida en esos términos, incluso sin necesariamente quitarles sus derechos a las oposiciones o atentar contra la libertad de expresión. Es complicado, pero maniobran dentro de los márgenes que les ofrece la Constitución. Eso fue muy claro en el caso de Hungría, también hay muchos ejemplos en América Latina. Claro, luego los populistas empiezan a cambiar la Constitución, una reforma por aquí, otra reforma por allá, una tras otra, para instalar su mayoría dentro de la propia Constitución.
CBR: Muchos politólogos han caracterizado el populismo como un tipo de estrategia política o como un estilo retórico, pero usted plantea concebirlo como “un nuevo modelo de representación”, ¿a qué se refiere con eso? y ¿cómo difiere, concretamente, de lo que han propuesto otros teóricos del populismo?
Nadia Urbinati: Primero que nada, el populismo no puede ser solo una retórica, porque esa retórica es un recurso que usan todos los grupos, todos los partidos, particularmente si están en una campaña electoral: el antagonismo del nosotros contra ellos, hablar en nombre del pueblo, apelar a los agravios sociales. Es tan común que realmente no se puede decir que esa retórica sea el populismo. La política está hecha de retórica: en esto Ernesto Laclau estaba totalmente en lo correcto. La pregunta, para mí, no es qué hacen los populistas con la retórica, sino qué hacen con la representación.
La representación es una manera muy peculiar de hacer política. Dentro de la tradición de la democracia constitucional, la representación se basa en un cuerpo legislativo y, al mismo tiempo, gracias a los partidos, las asociaciones, los movimientos, la participación y la opinión pública, en una corriente que circula por dentro y por fuera de las instituciones. Quienes están en el parlamento se convierten en un referente y todos los ciudadanos queremos que estén al tanto de lo que pensamos de ellos. Así, lo que hay es una mutua influencia, un dar y recibir constante con quienes cumplen ese papel representativo. La representación no es una fórmula para delegar poder a los partidos, es una forma de participar en la vida política. Pero para lograr eso se necesita algo más que las urnas, algo más que los votos; se necesita tener cuerpos intermedios —partidos, órganos autónomos, prensa, sindicatos, universidades, etcétera– porque sin ellos no se puede crear la representación.
Quienes llegan al parlamento no llegan a título individual, no te representan a ti o a mí, nos representan en términos de propuestas, plataformas, ideas, no importa qué tan realistas o absurdas sean. El punto es que no son nuestros representantes individuales. Eso implica un pluralismo, una organización dentro de la sociedad civil, y también implica una separación, llamémosla una brecha, entre la institución y el nosotros que está siendo representado por ella. Esa separación no es mala, es inevitable; la pregunta es qué tan ancha se vuelve y qué problemas surgen de ahí. No es mala porque nos permite vigilar, nos permite mantener bajo el ojo público lo que hacen los representantes y tratar de presionarlos, influirlos, criticarlos para, eventualmente, votar o ya no votar por ellos. La existencia de esa separación garantiza la posibilidad de no identificarnos con ellos, nunca, incluso si tenemos ideas muy parecidas, porque no somos lo mismo.
Lo que los populistas hacen es eliminar esa separación, proclamando que el pueblo se articula unitariamente en torno a un liderazgo. Laclau lo explica muy bien cuando dice que “el populismo es el rostro del líder”. Ese rostro del líder hace algo que los partidos no suelen hacer: aglutina muchas demandas distintas encontrándoles un antagonismo en común, contra los inmigrantes, contra los ricos, contra las mujeres, lo que sea, no importa el tema: el punto es unificar una diversidad, una multitud de demandas en torno a ese rasgo en común. A veces es un rasgo muy delgado, pero encuentra mucha fuerza en el rostro del líder, quien se convierte en algo parecido al papa en la Iglesia católica. El líder es el lugar en donde se unifica una realidad muy compleja, sin embargo, en lugar de ver esa complejidad simplemente vemos la unidad del pueblo populista alrededor del líder.
En suma, en el populismo la representación es lo opuesto a lo que habíamos dicho: no crea una brecha entre la institución y nosotros, sino que incorpora al líder y al pueblo. Lejos de separarlos, hace que el líder se vuelva su boca, su rostro, y el pueblo entonces no puede controlarlo porque no existen el espacio ni los mecanismos para ejercer ese control. El líder se vuelve plenipotenciario gracias a que se muestra como la encarnación del pueblo. El populismo hace lo contrario que la representación tradicional: en lugar de limitar o controlar a través de la participación constante, crea un superpoder, un liderazgo muy poderoso gracias a la identificación, la aprobación o el apoyo permanentes del pueblo.
El líder populista adquiere credibilidad atacando al establishment, es decir, a los que están a cargo o dentro del sistema. Pero una vez que él está a cargo, tiene que demostrar que no se ha vuelto parte del establishment a pesar de estar dentro de la institucionalidad. ¿Qué hace, entonces? Pasa la mayor parte de su tiempo cultivando una relación permanente con el pueblo a través de los medios, de la televisión, como lo hacía Chávez con Aló, presidente, para mantener el sentido de unidad con el pueblo. Así, más que participación, el modelo de representación populista promueve una propaganda permanente para hacer que la gente confíe en el líder aunque no entienda lo que está haciendo. Es como un rezo, una letanía que se repite una y otra vez. Al final, tú no controlas a tu sacerdote; en la oración, más bien, te vuelves uno mismo con él.
CBR: El término “demagogia” se usa mucho como sinónimo de populismo. En su libro, usted discute las diferencias conceptuales y contextuales entre uno y otro, rechazando contundentemente esa equiparación, ¿por qué?
Nadia Urbinati: Yo considero que el populismo se desarrolla al interior de la democracia representativa y la demagogia dentro de la democracia directa. El demagogo, como decía Max Weber, es un líder al interior de una asamblea que, mediante el uso de ciertas técnicas retóricas, la convence de votar de tal o cual manera. El populista, en cambio, no nada más habla para inducir una decisión, hace política para encarnar una voz colectiva, algo que el demagogo no necesita hacer. El demagogo habla por sí mismo, el populista representa al pueblo.
CBR: Otra distinción que usted plantea respecto al populismo tiene que ver con las elecciones, con cómo se conciben, cómo se compite en ellas y cómo se interpreta su resultado. En algún momento usted sostiene que “la democracia significa libertad y el populismo significa unidad”, ¿qué quiere decir con eso?
Nadia Urbinati: En una democracia constitucional las elecciones son un mecanismo para participar y expresar preferencias, para escoger a un candidato, un partido o una plataforma y, al final, para crear una mayoría capaz de gobernar por un periodo de tiempo, una mayoría que no es para siempre sino temporal, circunstancial o cíclica. Eso supone, como decía Norberto Bobbio, que practicar la democracia no se trata solamente de votar para que gobierne la mayoría, se trata también de respetar las diferencias y las reglas del juego, la competencia y los resultados, el hecho de que siempre habrá otra oportunidad para volver a buscar el voto. Para la democracia, las elecciones son una escuela de soluciones relativas, no absolutas, a través del tiempo.
Para el populismo, en cambio, las elecciones sirven para certificar que su mayoría es la correcta, para probar que los votantes están interpelando al poder de la manera correcta y reconocen al líder correcto. Algo así dijo Trump durante su inauguración en 2017: que no era una mera transición entre una administración y otra, o entre un partido y otro, sino la transferencia del poder de Washington, de vuelta al pueblo estadounidense. En su discurso, las victorias previas habían sido victorias de unas mayorías espurias, porque en realidad habían sido victorias del establishment, mientras que la suya era la victoria verdadera de la mayoría verdadera que por fin había encontrado a su verdadero líder. El valor de las elecciones anteriores era relativo, mientras que el de su elección era absoluto: la suya no era una mayoría circunstancial sino definitiva, el pueblo al fin había triunfado, la mayoría había encontrado quien finalmente la encarnara. A través del triunfo del líder, pueblo y mayoría se habían vuelto uno mismo.
Esa es la diferencia: en la democracia las elecciones son un mecanismo para escoger libremente mayorías temporales; en el populismo son un plebiscito para corroborar la unidad absoluta entre el pueblo y el líder.
CBR: Me gustaría preguntarle cuál es el lugar que ocupa Yo, el pueblo dentro de su obra. Desde mi perspectiva, este se puede ser leer como la última entrega de una trilogía que comienza con su libro sobre la genealogía y los principios de la democracia representativa (Representative Democracy: Principles and Genealogy); luego continúa con su libro sobre el desfiguramiento de la democracia (Democracy Disfigured: Opinion, Truth, and the People); finalmente desemboca en este último libro sobre el populismo. Esos tres trabajos, leídos así, trazan una larga historia sobre la evolución del experimento democrático, sobre sus mutaciones y desafíos, hasta culminar en el momento político actual, ¿esa fue su intención?, ¿así lo tenía planeado? o ¿cómo fue que estos tres volúmenes terminaron creando este orden específico?
Nadia Urbinati: Qué bonita pregunta, esto significa que me has leído con mucho cuidado. Déjame ponerlo de la siguiente manera. En 1996 hubo una conferencia sobre populismo y oligarquía en la Universidad de Princeton, organizada por varios amigos e instituciones, a partir de una inquietud compartida por lo que estaba pasando en Italia, por lo que entonces parecía el principio de un nuevo experimento populista en una democracia occidental, por el colapso de los partidos tradicionales, por la figura de Berlusconi. Todos estábamos preocupados pero, extrañamente, casi nadie en la conferencia habló sobre populismo. Yo presenté un texto sobre populismo porque de eso se trataba la reunión, ¿no?, sin embargo, los demás hablaron sobre justicia, sobre deliberación, sobre medios de comunicación, etcétera. Esa fue la primera vez que me di cuenta de que el populismo tiene que ver con algo que transforma la democracia.
Después me contrataron en la Universidad de Columbia, donde comencé a trabajar bajo las condiciones del tenure track y me hicieron ver que si quería tener futuro, alguna esperanza de éxito, estudiar el populismo no era tan buena idea porque el populismo era un tema muy regional, muy local, en el que quizá se interesarían quienes hacían política comparada, sobre todo en América Latina, pero nadie en mi propio campo de especialidad, que es la teoría política. El populismo no se veía como un tema para teóricos.
En esas estaba cuando al año siguiente salió el libro de Bernard Manin (The Principles of Representative Government), un libro que muestra cómo el gobierno representativo terminó siendo democrático, no porque esa fuera su naturaleza o su trayectoria histórica, sino de manera accidental. Así que decidí moverme del populismo al estudio de la representación, a tratar de entender qué es la representación democrática. De ese proyecto salieron los dos primeros libros que mencionaste; no es que así los haya planeado, pero entre más trabajaba en ellos más terminaron siendo dos libros muy coherentes entre sí. El segundo se publicó en 2014, cuando el populismo ya estaba en el horizonte, en todas partes. Como para entonces ya me habían dado el tenure, pensé: bueno, ya tengo la libertad de escribir lo que yo quiera, ahora sí voy a hacer el libro sobre populismo.
CBR: ¿¡Casi veinte años después!?
Nadia Urbinati: Sí, así es. Este libro sobre populismo lo empecé antes de que Trump apareciera en el mapa. Ya que apareció mis editores en Harvard University Press, muy inteligentes, me dijeron que ahora todo se trataba de Trump, así que cambiamos el título para dar cuenta de cómo el “nosotros, el pueblo” estaba mutando en un “yo, el pueblo”. El tema venía de mucho antes, pero el título sí cambió por Trump.
CBR: La portada de la versión en español, editada por Grano de Sal, muestra una figura que tiene el cuerpo de Mussolini pero la cabeza de Trump mirándose en un espejo. No es la misma portada que la versión en inglés, ¿cierto?
Nadia Urbinati: No, la versión en inglés muestra una mano compuesta por los cuerpos de muchas personas.
CBR: Supongo que es una alusión a la imagen clásica del Leviatán de Hobbes…
Nadia Urbinati: Sí, exactamente.
CBR: Pues, la verdad, me parece mejor la portada de la versión en español, con esa criatura mitad Mussolini, mitad Trump.
Nadia Urbinati: Sí, a mí también. Esa portada es asombrosa. Además de que, antes de fundar el primer régimen fascista en la historia, Mussolini fue un populista. Un populista que se hizo del poder de una manera dramática, con la Marcha sobre Roma,* pero sin romper el orden constitucional. Ya en el poder, sin embargo, acabó con la democracia.
CBR: Incluso sin llegar a esa fatalidad, que siempre está latente, el populismo suele producir democracias inestables, ¿no? Quizá porque una serie de problemas crean las condiciones para que los populistas ganen elecciones, aunque ya en el gobierno no suelen ocuparse tanto de resolver esos problemas, sino de instrumentalizarlos, de utilizarlos como armas políticas. Uno suele creer que generar cierta estabilidad está en el interés de quienes ejercen el poder, pero, como ha dicho el académico Francisco Panizza, el populismo no constituye una política de “tiempos normales”. La expectativa de normalización, en pocas palabras, no suele formar parte del repertorio populista, ¿por qué?
Nadia Urbinati: Porque de eso se trata el populismo, por eso es tan problemático y a veces, incluso, peligroso. La democracia constitucional consiste en ponerle límites al poder y el populismo siempre está queriendo maniobrar con esos límites, empujarlos más lejos, con el fin de tener más poder en nombre de su mayoría o del pueblo. Si los populistas aceptaran las limitaciones de la democracia constitucional, dejarían de ser populistas. Los ha habido, populismos que se convierten en partidos más o menos ordinarios: el movimiento Cinco Estrellas en Italia o Podemos en España, una opción de izquierda que no me parece un mal partido.
La cuestión es que cuando los populistas llegan al poder lo suelen hacer atrapados en su propia lógica, y la mayor parte de las veces ya no escapan de ella. Necesitan demostrar que son consistentemente populistas, es decir, no pueden volverse un gobierno ordinario sin correr el riesgo de ser vistos como un nuevo establishment. Entonces, ¿qué hacen? Despliegan una campaña electoral permanente que les impide parar, que los obliga a radicalizarse: quieren ser vistos como únicos, como diferentes a los de antes, como la encarnación del pueblo real. Pero como están en el gobierno y su líder encabeza una coalición amplia, con intereses y demandas muy diferentes, tienen que encontrar acomodos con muchos grupos, negociar, repartir beneficios, así que usan al Estado para mantener unida a su coalición y eso crea corrupción, incompetencia, dificultades económicas, etcétera.
Los populistas crean problemas para mantenerse en el poder. Eso, no obstante, abre oportunidades para sus opositores y finalmente, tal vez, la posibilidad de otro tipo de gobierno… Claro, si es que no trastocan demasiado el orden institucional o el poder ejecutivo no adquiere una cualidad cuasidespótica o dictatorial.
CBR: Se supone que el populismo es antielitista, pero los gobiernos populistas no terminan con el elitismo, solo le dan una nueva configuración. Usted lo advierte en su libro Yo, el pueblo: más que acabar con las élites, el populismo las sustituye por otras. Aunque suene contradictorio, existen las élites populistas. Ese fenómeno apunta hacia lo que podríamos denominar el artificio de la autenticidad populista: ¿ese puede ser un insumo para combatir al populismo, usar su convicción antielitista en contra suya?
Nadia Urbinati: Los populistas son muy buenos para demonizar a las elites existentes y luego reemplazarlas. Las teorías clásicas de Wilfried Pareto y otros todavía sirven para explicar ese proceso de sustitución de élites. El populismo usa esa dinámica para atrincherarse en el Estado, si puede, por un largo tiempo. Sin embargo, es incapaz de ser sincero al respecto, no puede darse el lujo de admitir que eso hace. Los populistas, entonces, insisten en que ellos no son otra élite, sino el pueblo verdadero. Uno de sus trucos es decir que si no tienen éxito, si no logran lo que prometieron, es porque las élites no se los permiten.
Para los populistas es muy funcional la existencia de sus enemigos. No son como los fascistas, que quieren eliminarlos, ellos prefieren correr el riesgo de aprovechar su presencia, de fustigarlos, de hacerlos responsables de sus propios fracasos. Los populistas necesitan que alguien desempeñe el papel de una élite externa que fortalezca el sentido de pertenencia y la disciplina de su propia coalición. Es decir, no son totalitarios, no buscan la dominación extrema, no porque sean buenos o tengan intenciones nobles, sino porque la lógica del populismo es la lógica de proclamar que son el pueblo verdadero, no otra élite, y para eso necesitan que siempre haya un culpable contra el cual abalanzarse, para eso necesitan que exista cierto pluralismo, necesitan que siempre haya otros. Eso los hace, en cierto sentido, menos peligrosos que el fascismo.
La pregunta es cómo podemos combatirlos cuando están en el gobierno. Es un problema, pues desafortunadamente el populismo cambia la manera en que operan las oposiciones. Si quieres atacar a un líder populista con éxito, quizá tengas que volverte un populista. Una vez que el populismo se ha instalado en un sistema político, desde la oposición o desde el gobierno, es casi imposible escapar de su lógica. La gente deja de confiar en las instituciones ordinarias, piensan “ah, son los mismos de siempre, son la élite”. El lenguaje del populismo permea en la opinión pública y hace que incluso personas que no se consideran populistas terminen pensando como los populistas: que no confíen en los partidos, en el establishment, en los especialistas. La propia opinión pública se transforma. Eso hace muy difícil luchar contra el populismo, contra esa lógica que se reproduce permanentemente. Eso, en mi opinión, es muy peligroso.
CBR: Sostiene usted que los debates sobre el populismo siempre son muy difíciles porque, en el fondo, son debates sobre cómo interpretamos la democracia. Uno puede interpretarla, por ejemplo, como la redistribución del poder, como la representación política de los excluidos o como el antagonismo contra las oligarquías. El populismo puede darle curso, sin duda, a ese ímpetu democratizador. Pero el populismo también puede ser profundamente antidemocrático en la medida en que promueve la concentración del poder en la figura de un único líder, la erosión de los cuerpos intermedios o la creación de una nueva oligarquía. Quizá también es difícil debatir sobre el populismo por ese carácter simultáneamente democratizador y antidemocrático que entraña.
Nadia Urbinati: El populismo tiene la habilidad, o al menos la intención, de siempre querer ser oposición y gobierno al mismo tiempo. Esto se ha vuelto particularmente relevante hoy, en la medida en que han desaparecido los partidos socialdemócratas, es decir, aquellos que eran capaces de proponer el cambio social sin recurrir a estrategias populistas. En el mundo contemporáneo ya casi no conocemos a ese tipo de partidos, aun cuando serían muy importantes porque hay mucha gente sufriendo por razones económicas, de precariedad, desempleo, pobreza, etcétera. Esas personas se sienten abandonadas, sienten que no tienen ningún poder, y lo que está ocurriendo es que no salen a votar o, cuando votan, lo hacen por líderes populistas. Entonces, ¿en qué podemos cifrar nuestras esperanzas? La esperanza socialdemócrata, en este momento, es un anacronismo, está acabada. A menos de que desarrollemos una nueva forma de partidos de oposición, me temo que lo más probable es que el populismo haya llegado para quedarse entre nosotros. En todas partes es así.
CBR: Hacia el final de Yo, el pueblo usted advierte que el populismo obliga, tanto a la ciudadanía como a la clase política, a reflexionar sobre qué ha salido mal, a reconocer de dónde y cómo surge una insatisfacción tan radical, tan hostil, contra la democracia representativa, contra los partidos políticos, contra las élites. Con todo y esa advertencia, usted evita, creo que de manera intencional, caer en un discurso catastrófico y más bien procura recordar el carácter experimental que ha tenido la democracia a lo largo de su evolución histórica, recordar que el descontento social no es un veneno sino un ingrediente de la política democrática. En suma, usted pide escuchar la pregunta que formula el populismo, tomarla en serio, aunque en este momento carezcamos de una respuesta…
Nadia Urbinati: Sí, es que no sé qué vaya a pasar, pero sí sé que la democracia se transforma internamente todo el tiempo. Esa ha sido su historia. Si uno es coherente con lo que supone vivir en una democracia, no hay tal cosa como la última palabra. Incluso en la dimensión de la opinión o de las audiencias, todo siempre está flotando, redefiniéndose, modificándose. Esa capacidad de cambiar es algo bueno: significa que nada está escrito en piedra, que podemos tener la esperanza de que las cosas eventualmente se muevan en una dirección distinta. Si la democracia no se ve interrumpida por una salida dictatorial, puede producir otras respuestas, otros partidos, otras figuras, otra política.
Yo creo en esto porque creo en el experimento democrático. Por un lado, no creo que haya una medicina que resuelva todos los problemas, el antídoto que aplicas contra el populismo y ya está. No, no, la política continúa y la democracia es un sistema muy elástico. A pesar del descontento, de sus crisis e incluso de sus fracasos, sigue siendo capaz de explorar y generar nuevas soluciones, no porque alguien así lo quiera o lo decida, sino por la propia lógica del proceso democrático: a veces sale bien, a veces sale mal. Es parte de su naturaleza. Tenemos que estar abiertos a ello, a lo positivo y a lo negativo, así hay que entenderlo. No hay respuestas definitivas. Yo siento una especie de modestia en relación con la democracia porque para mí ha sido capaz de lograr mucho más de lo que solemos creer o darle crédito. Tenemos que asumir que la democracia es un gran laboratorio político.
Por otro lado, tenemos que confiar en sus fundamentos: en una distribución más equitativa del poder, en desmantelar las formas de dominación arbitraria. Eso implica cultivar cierta disposición a entender que a veces la democracia no nos da lo que deseamos: a veces encumbra malos líderes, a veces engendra malas decisiones. Lo bueno es que en la medida en que sobreviva la disposición democrática tendremos capacidad de cambiar. Al final, de eso se trata la democracia, no de que las cosas siempre salgan como quisiéramos.
CBR: Para terminar me gustaría preguntarle algo más sobre el papel de los críticos frente al populismo, en particular, en el caso de México, ya que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador acusa muchos de los rasgos que usted ha descrito y está acercándose al que tal vez sea su momento de fatalidad, con una reforma constitucional que tiene bajo la mira al instituto nacional encargado de organizar las elecciones. Hay mucha incertidumbre, mucho temor, el presidente no tiene todos los votos en el Congreso, pero sigue teniendo respaldo mayoritario y algunos legisladores de oposición lucen vulnerables…
Nadia Urbinati: Las voces críticas son indispensables. ¿Conoces la historia de Pinocho?, ¿de su compañero, Pepe Grillo, el que todo el tiempo le dice “ten cuidado, ten cuidado”? Yo creo que las voces críticas tienen que desempeñar ese papel: alertar a la gente sobre las consecuencias que quizá no están viendo o no quieren ver, de posibles cambios al sistema electoral o a la Constitución. Los periodistas, los académicos, quienes ejercen la crítica y tienen alguna influencia deben recordarle constantemente a la gente que lo que está en juego, más allá de las maniobras del gobierno o de la mayoría en turno, es su libertad y su futuro.
Si yo fuera una voz de oposición en este momento en tu país, también intentaría no ser oposición solo por ser oposición, por llevar la contraria; trataría, más bien, de hacer que la gente razone, que dude de quienes tienen el poder, que le dé una segunda pensada a las cosas. Yo lo he vivido en mi país, en Italia, esa falta de sabiduría frente a acciones de gobierno o ante cambios electorales muy problemáticos. Maquiavelo decía que la razón no se debe dejar arrastrar por las corrientes de opinión, no importa cuán comunes o fuertes sean. No sé qué tan realista sea, pero esa es la posición que yo asumiría.
CBR: Es una posición realista, sí, pero que puede ser muy frustrante. A veces parece que no hay oídos que quieran escuchar, independientemente de lo que se les diga.
Nadia Urbinati: Desafortunadamente, ese es el destino de Pepe Grillo, ese animal diminuto que quiere ser la conciencia de Pinocho. Aunque muchos no los escuchen, los críticos siembran semillas en la opinión pública, semillas que no parecen rendir ningún fruto en el corto plazo, pero quizá después lo hagan u otras voces los retomen. Yo sé que es muy difícil ir a contracorriente, que la corriente es muy fuerte y destructiva, pero no hay que dejarse arrastrar por ella. Hay que seguir ejerciendo la crítica, ese es nuestro trabajo frente a una situación así.
* La Marcha sobre Roma ocurrió en la última semana de octubre de 1922 y fue el movimiento, encabezado por Benito Mussolini, que forzó su nombramiento como primer ministro. Tras llevar a cabo manifestaciones masivas en las principales ciudades italianas, entre veinticinco mil y treinta mil personas se trasladaron a la capital con el objetivo de presionar al rey Víctor Manuel III para que depusiera al gobierno de Luigi Facta y nombrara, en su lugar, a Mussolini como nuevo jefe de gobierno.
El libro de Nadia Urbinati, Yo, el pueblo: Cómo el populismo transforma la democracia, fue editado en México por Grano de Sal.