22/03/2021 Fernando García Ramírez
Leer es poder
Es fácil descender al infierno, sentenció Virgilio. Destruir es mucho más sencillo que construir. Se puede destruir sin hacer nada, dejando que el tiempo obre sobre la naturaleza y convierta todo en ruinas. Se puede destruir, también, con buenas intenciones, aplicando recetas equivocadas. López Obrador ofreció que su gobierno reivindicaría a los pobres, pero le bastaron poco más de dos años para sumir a 10 millones más de mexicanos en la pobreza, de acuerdo con el Coneval.
El sistema de salud mexicano era mediocre pero funcionaba. En poco tiempo López Obrador lo convirtió en una ruina. Con las mejores intenciones desapareció el Seguro Popular y creó, planeado sobre las rodillas, el Instituto de Salud para el Bienestar. Como titular nombró a Juan Ferrer que, como es común en el gobierno de la cuatro té, no tenía ni el más mínimo conocimiento del sector, vaya, algo así como nombrar a un ingeniero agrónomo como director de Pemex. Una fórmula ideal para el desastre. Si el Insabi ha podido medio funcionar ha sido porque ha utilizado estructuras del Seguro Popular. Para colmo de males, a la mala planeación e inadecuada conducción se sumó la pandemia. Más de 300 mil muertos de Covid nos hablan del tamaño de la catástrofe. El resultado ha sido el desabasto, el sufrimiento y la muerte.
El sexenio de Peña Nieto se caracterizó por la corrupción y las reformas estructurales. El sexenio de López Obrador se ha caracterizado por la destrucción. El emblema de su gobierno no es Santa Lucía o Dos Bocas sino las ruinas de lo que iba a ser el aeropuerto de Texcoco. Supuestamente lo canceló por la corrupción imperante pero no se denunció a nadie y nadie recibió castigo. Fundamentó su decisión destructiva en una mentira. Para que no se viera mal le colocó encima el parche de una consulta falsa. Nada bueno se desprendió de esa suspensión. Nos costará a los mexicanos más de veinte años terminar de pagar el aeropuerto que no tendremos. Desde el momento en que se suspendió la obra se desplomaron las inversiones y la confianza. ¿Quién quiere arriesgar su dinero con un gobierno destructor?
Lo mismo ocurrió con la reforma educativa y energética. Lo que estaba mal lo empeoró. No dudo que sus intenciones hayan sido buenas, pero resulta claro que trata de corregir la realidad partiendo de falsas premisas. Y cuando el error es evidente, no retrocede. Es incapaz de reconocer una equivocación. Es alérgico a la crítica, que señala los defectos para que éstos puedan corregirse. A los críticos los insulta y los calumnia. Sólo escucha a aquellos que le dan la razón. Vive rodeado de aduladores. De carácter débil, el presidente sucumbe ante el elogio fácil. Sin crítica es difícil que corrija lo que no le informan que funciona mal.
Hay ciertas constantes en el gobierno de López Obrador: parte de diagnósticos más ideológicos que fácticos; arranca programas de forma improvisada; no realiza los estudios de viabilidad económica ni ambientales necesarios; coloca al frente de secretarías y programas a personas leales pero sin preparación; no cuenta con indicadores que le señalen si los programas funcionan. Resultado: el que todos vemos, un país en franco retroceso.
Cuando gobernaba Fox nos quejábamos de un presidente frívolo que sólo atendía las encuestas de popularidad. No sabíamos entonces lo que vendría. López Obrador desacreditó los indicadores tradicionales, como el PIB, por neoliberales. El único indicador al que le tiene confianza es el de las encuestas de popularidad. No alcanza a darse cuenta de que ese indicador funciona a su favor gracias a los tres ejes principales de su gobierno: becas, propaganda y mentiras. Sin la verborrea de las mañanas México se vería tal cual es: un país que se desmorona en cámara lenta. Más pobreza, más violencia, menos educación, menos salud. Lo único que funciona en su sexenio no tiene que ver con el gobierno: el comercio con el exterior regido por el TMEC y el cuidado macroeconómico debido al Banco de México.
El año pasado la naturaleza puso a prueba a su gobierno, y reprobó. Las intensas lluvias en Tabasco llevaron al presidente a tomar una decisión equivocada: abrió las represas e inundó las zonas más pobres de Tabasco. Se trataba de una disyuntiva compleja: eligió el peor camino y decidió inundar a los que menos tienen que son los que menos se quejan. El otro reto fue el de la pandemia. Casi todo lo hizo mal. Tomó decisiones políticas, no sustentadas en conocimiento científico. El único mérito de López-Gatell fue que éste había sido despedido por ineficiente por Felipe Calderón. Gran parte de los desatinos de López Obrador frente a la pandemia estuvieron dictados por el rencor contra Calderón: lo que él hizo yo no lo haré. Y así nos está yendo.
Podría pensarse que está destruyendo todo porque los cimientos eran malos y quiere construir sobre bases diferentes. No es el caso. Destruye pero no edifica. La realidad terminará, como siempre, por imponerse. Y cuando despertemos, el infierno estará allí.
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