Antonio Cuéllar
La complejidad de la relación del hombre en sociedad y la interacción de ésta y las vicisitudes de la economía, provocan complejos cuestionamientos de justicia social alrededor de los derechos del individuo a gozar de un mínimo vital, a gozar de prerrogativas que le faciliten el acceso a un techo. Sin poner en tela de juicio la innegable obligación del Estado de favorecer un sistema social que facilite la construcción de una vivienda digna para el trabajador ¿verdaderamente tiene nuestra sociedad una obligación moral y económica de facilitar una vivienda para todos?
La pregunta viene a colación, después de que la semana pasada se presentara en el Congreso de la Ciudad de México una iniciativa que replantea la naturaleza misma de la figura del arrendamiento inmobiliario para casa habitación, y el derecho de los arrendatarios para servirse del inmueble en condiciones que desequilibran esa relación autónoma e igualitaria que debería de existir frente al arrendador.
En el análisis de la cuestión no pueden tomarse en cuenta los extremos porque no son constantes. Es verdad que existe el caso de arrendadores abusivos que explotan inmoralmente el estado de necesidad de sus inquilinos, como también existen arrendatarios morosos e incumplidos que abusan del cobijo que les ofrece la ley para obtener un beneficio cuantificable en dinero a costa de su casero. Eliminemos las dos hipótesis de nuestra ecuación.
La fortuna patrimonial de contar con un inmueble adicional que se pueda dar en arrendamiento para obtener una renta que haga más vasta la solvencia para soportar cómodamente la vida, obedece muchas veces a la suerte misma de haber heredado el esfuerzo emprendido por generaciones anteriores; o representa también una alternativa de inversión que realizan muchas personas de clase media, para preservar el fruto del trabajo por medio de la disciplina en el gasto y el ahorro. Un arrendador es, la mayoría de las veces, un trabajador ordenado y ahorrativo con su dinero.
Esta visión intermedia que refleja una amplia realidad, debiera ser el rasero desde el cual se expidieran las normas para gobernar la figura del arrendamiento inmobiliario para casa habitación. Asumir al arrendatario como un usuario cumplido de sus obligaciones, así como al arrendador como justo oferente de un bien a cambio del cual pretende el pago de un precio.
La semana pasada se hizo pública una iniciativa que presentan dos legisladoras locales de Morena, por medio de la cual impulsan un proceso parlamentario para reformar el Código Civil de la Ciudad de México, con el propósito de transformar significativamente las condiciones legales de conformidad con las cuales se regula el arrendamiento de casa habitación. En su proyecto proponen que al arrendamiento de vivienda se le entienda como “un contrato específico de arrendamiento por medio del cual la relación entre las partes cumple con el objetivo social de coadyuvar al cumplimiento del derecho humano a la vivienda de la parte arrendataria a cambio de un rédito a favor del arrendador”.
Con independencia de las observaciones y reflexiones que pueden existir con relación a la iniciativa en toda su integridad, que son muchas, nos ha llamado significativamente la atención el escaño en el que se ubican los derechos del arrendatario a partir de la definición misma del propio contrato para el uso de un inmueble. Se asume la protección del derecho humano a la vivienda como un objetivo social al que todo propietario de un inmueble debe coadyuvar, y por cuyo esfuerzo queda exclusivamente legitimado para cobrar un “rédito”.
La visión de los derechos del inquilino frente al arrendador están indebidamente situados en el universo de los Derechos Humanos. Es errado pensar que el Derecho Humano a la vivienda sea oponible o exigible al arrendador. Todo Derecho Humano produce un interés legítimo del individuo para exigir al Gobierno del Estado, solamente a la autoridad, el cumplimiento de una obligación concomitante. Los Derechos Humanos no se pueden trasladar a la esfera de derecho privado, entre particulares. Es el Gobierno a través de sus distintos ámbitos de desenvolvimiento y órdenes jerárquicas, que está conminado a velar por la observancia de la ley en materia de vivienda, así como para facilitar las condiciones que favorezcan la construcción y puesta a disposición de casa habitación para las personas, a cambio de una retribución de quien se favorezca de ella. En ningún país, en ningún momento de la historia, a los seres vivos se les ha regalado una casa. Ni siquiera en Cuba o en Venezuela se ha llegado a premiar la holgazanería.
Apreciar al arrendamiento como un derecho humano para cuyo cumplimiento debe coadyuvar un particular, el arrendador conduce a imponer una carga económica, social y moral a un individuo, por oposición a otro que puede exigirla legítima y proporcionalmente. Concebir de esa manera al arrendamiento concede al arrendatario un derecho de exigencia y permanencia al arrendador, por el hecho de tener más que él.
La pretensión resulta abominable, no por menospreciar el derecho de toda persona a recibir un trato justo al momento de arrendar un inmueble, sino por imponer una carga social a uno de los individuos involucrados en la relación jurídica.
La intención legislativa que perturba este equilibrio en la relación arrendaticia es peligrosa, si se aprecia la disminución a la que se conducen los derechos inmediatos del arrendador: a recibir un rédito.
Un rédito es una utilidad o un interés por el dinero. Eso quiere decir que el valor de su patrimonio y el esfuerzo implícito que lleva adquirirlo, es equiparable al monetario líquido que en misma proporción existiera en cualquier institución bancaria o financiera. En esas condiciones, la previsión normativa permitiría, en un hipotético caso, que si la extensión del derecho del arrendador abarca el pago de un rédito proporcional por el valor económico de su propiedad, cualquier fluctuación de los mercados con relación al interés por el dinero, podría idéntica y proporcionalmente reflejarse en el pago de la “renta” por el uso de su inmueble.
Evidentemente que la norma no lo dice expresa y tajantemente, pero la posibilidad inserta en el texto de la iniciativa, de que ante situaciones extraordinarias de emergencia, el monto de la renta deba disminuirse, arroja la posibilidad de que la intervención judicial pueda llegar a ser de tal magnitud y gravedad, que dicha renta disminuya al mismo rango que los bancos pagan por concepto de interés a cambio de un valor similar al del inmueble. ¿Una prueba más grave de la reforma? ¿Sabe cuál ha sido el valor considerado por la Tesorería para calcular su impuesto predial? Ahora haga el cálculo de los ingresos mensuales que recibiría por ese mismo dinero si lo deposita en el banco, con vencimientos cada veintiocho días.
La propuesta parlamentaria se debe de tomar en serio. La mera definición del contrato de arrendamiento tiene aparejadas muchas implicaciones. Quizá las legisladoras pasaron por alto las previsiones que contempla la Convención Americana sobre Derechos del Hombre firmada en San José en 1969, que en su artículo 21, sobre el Derecho a la Propiedad Privada, establece con toda claridad: Toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La ley puede subordinar tal uso y goce al interés social. Tanto la usura como cualquier otra forma de explotación del hombre por el hombre, deben ser prohibidas por la ley.
En la ecuación existente entre arrendador y arrendatario, la norma debe perseguir la construcción de un equilibrio justo y beneficioso para ambas partes.
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